En la calle 158 Nº 1132 de Berisso, entre 13 y 14, hubo algo más que un corralón de materiales. Hubo una historia de amor, de trabajo y de pueblo. Casa Massaro no fue nunca solo un comercio: fue el lugar donde comenzó media ciudad.

A simple vista, uno veía bolsas de cemento, montañas de ladrillos, caños alineados y herramientas colgadas como soldados listos para servir. Pero detrás de cada uno de esos elementos hay nombres que resuenan con ternura y respeto: Mario y Angelita.

Porque Mario, de espíritu noble y manos curtidas por el trabajo, no era Mario sin Angelita. Ella, el alma del negocio, fue mucho más que la voz amable que atendía detrás del mostrador. Fue corazón, memoria y sostén. Siempre con una sonrisa lista y una palabra justa, Angelita convertía cada compra en una visita entre amigos. Y Mario, con su andar firme y su compromiso inquebrantable, sabía que los sueños de Berisso se alzaban con los materiales que salían de su depósito.

No es exagerado decirlo: la mitad de las obras de Berisso se construyeron con materiales de Casa Massaro. Desde la primera loza de un hogar humilde hasta los grandes galpones, cada mezcla de cemento llevaba algo de la confianza que la gente tenía en Mario y Angelita. Los vecinos sabían que podían ir con una lista o con una preocupación, y saldrían con soluciones y una sensación cálida de haber sido escuchados.

Con los años, Casa Massaro fue creciendo, pero siempre con el mismo espíritu: el del trabajo honesto, el del trato humano, el del compromiso con el barrio. Y aunque los tiempos cambien, aunque los métodos se modernicen, hay algo que permanece: el recuerdo de dos personas que no solo vendieron materiales, sino que ayudaron a construir hogares, vidas y comunidad.

Hoy, al pasar por la 158, muchos aún esperan el saludo de viejos amigos. Porque de alguna forma, Mario y Angelita siguen ahí, en cada ladrillo, en cada historia, en cada rincón de Berisso.